sábado, 27 de septiembre de 2014




 
PERDÓN









Cientos de veces durante años el coronel Salgado había proyectado vengarse del asesino a sueldo que le arrebató a su familia si hubiera sabido quien era. Un día de finales de septiembre recibió una carta del asesino contando los pormenores de su crimen y pidiendo un encuentro. Se citaron en el monumento dedicado a Alfonso XII del parque del Retiro. Cuando lo tuvo frente a sí escrutó su rostro, devastado y viejo, muy semejante al suyo. El hombre cayó a sus pies, llorando como un niño.
–Te perdono y te libero.
Luego abandonó el parque sin mirar atrás, sintiéndose súbitamente ingrávido, como las hojas secas de los castaños que acariciaban el aire antes de caer al suelo.  

sábado, 20 de septiembre de 2014



De dinosaurios y de elefantes





En un taller de escritura oí que Cortázar había dicho que siempre que  en un relato aparecía un animal, seguidamente aparecía otro. Probadlo, veréis como se  cumple con rigurosidad cartesiana.


Martín Expósito Expósito espera sentado frente a la puerta del eminente psiquiatra. Es la primera vez que acude a la cita y no deja de morderse los pellejos que recubren sus uñas. Está muy preocupado porque desde hace dos  meses y medio, a la hora exacta en que se pone el sol, ve dinosaurios en las paredes y hasta en el techo de su casa. Los dinosaurios le saludan con las patas delanteras, le sonríen, le hacen guiños, le hablan de una forma tan rápida que es incapaz de entenderles, ¿o será que hablan en otro idioma? Son grandes, pequeños, verdes, parlanchines e inquietos. A veces se desplazan en manada de una pared a otra o se los encuentra solitarios debajo del armario. Con todo el trajín que se traen le tienen las paredes hechas un asco. Ya ha llamado a cinco pintores para que las adecenten, y cada uno de ellos al entrar en su casa niega la existencia de huellas. Cuando él insiste “pero fíjese en ese rincón, ahí, justo ahí, están las marcas de dos patas enormes”, le observan con recelo y seguidamente ponen pies en polvorosa. El último llegó más lejos, le dijo que se lo tenía que hacer mirar, que nunca antes había visto a nadie tan mal de la cabeza. Por poco llegan a las manos. Después de reflexionar ha decidido consultarlo.
Aunque faltan diez minutos para la hora de la cita un hombre menudo con una bata blanca le abre la puerta del despacho, le sonríe con sonrisa cariada, le invita a pasar.
Lo primero que llama la atención de Martín Expósito Expósito nada más entrar, es el colmillo de marfil de un elefante, justo encima del sillón del insigne médico.  Al ver el colmillo no puede evitar pensar en sus dinosauros.   
–¿Le gusta? –pregunta el psiquiatra señalando el cuerno.  
–Sí, mucho.
–¿Mucho cuánto?
–Mucho bastante. Es…alucinante estar tan cerca de uno.
–Una. El cuerno pertenece a mi esposa Carolina. Pero siéntese.
Martín le mira perplejo. Toma asiento frente al doctor que le agasaja con otra de sus sonrisas cariadas y le muestra la foto encima de la mesa de un gran elefante adulto rodeado de tres crías en medio de la extensa sabana.
–Mírela aquí con los niños cuando vivíamos en Kenya. El de la derecha es Pablo, el menor de mis retoños, y estas dos mujercitas que ve aquí –las señala con el dedo índice– son Amalia y Amelia. ¿Usted ha estado alguna vez en Kenya?, ¿no? Pues no deje de ir, se lo recomiendo. Es…, como le explicaría, el reino de los elefantes.  
Martín Expósito Expósito escucha atentamente asintiendo a cada una de las explicaciones del doctor.
–En realidad ése fue el último verano que pasamos juntos y felices. Luego nos trasladamos a Madrid y la cosa cambió. Mi mujer decía que echaba de menos el campo, que no soportaba la cautividad y aunque yo tenía la esperanza de que con el tiempo y una caña se fuera acostumbrando a la gran urbe, un día, la muy ingrata, se fue de casa sin dejar una triste nota y lo peor de todo, llevándose con ella a nuestros vástagos, –una lágrima discurre por su mejilla–. Claro que yo la seguí… la inmortalicé. Y aquí encima la tengo. Bueno, no es ella al completo, ya lo sé, pero me conformo… a los muchachos, en cambio, no hubo manera de recuperarlos. Habían heredado el espíritu libre de su madre y huyeron, con la gracilidad que caracteriza a la juventud, sin dejar ni rastro. Aunque puse la correspondiente denuncia en comisaría, no hubo nada qué hacer. Ya eran mayores de edad, por otro lado. A propósito, ¿cómo se llama?
–Martín, Martín Expósito Expósito.
–Pues no es que yo lo diga, Martín, pero Carolina era una auténtica belleza, la reina de las elefantas, se lo digo yo.  Si usted la hubiera conocido en persona podría dar fe. Tenía esas formas tan…rotundas, sí, eso es, rotundas. Y éramos una familia tan compenetrada al principio –las lágrimas caen ahora sin rebozo por la cara del médico­–. Si había que llevar a nuestras elefantitas a clase de ballet íbamos juntos, si a Pablo al zoo a ver los leones, también. A Pablo, sabe, le encantaba el zoo. Y no es de extrañar, claro, dada su esencia animal. La verdad es que después de dos años me cuesta entender porqué me abandonó… yo siempre fui un buen marido, nunca la engañé…bueno, una vez sí lo hice… en un safari que hice a Botsuana, pero fue una aventurilla minúscula, un escarceo importancia, y pondría la mano en el fuego a que de ese “asuntillo” Carolina ni se enteró. Ella iba a lo suyo, y lo que más le gustaba era campar a sus anchas. Todavía me acuerdo de las siestas monumentales que se pegaba con esos ronquidos que eran música celestial para mis oídos y que por desgracia –el médico llora ahora a moco pelado–  ya no volveré a escuchar jamás. 
–No se apene, doctor. El pasado pasado está.
–Ya, ya, como a usted no le afecta.
El médico se suena con estridencia en la manga de la bata. Luego parece darse cuenta de la turbación que este gesto causa en su interlocutor, y añade:
–No está bien que me suene a la bata ¿Verdad?
Martín Expósito Expósito se encoge de hombros. Luego niega con la cabeza.
–Ya. Siempre me lo dicen, que cuide las formas, que tenga educación, pero a veces se me olvida. Es por el tiempo que pase en la sabana, ¿sabe? Allí todo es diferente, más salvaje y natural, ¿no tendrá un clínex?
Martín vuelve a negar.
–¿No? ¡Vaya!
El psiquiatra se dispone a abrir el cajón de la mesa del despacho, pero en el último instante, como si se le hubiera ocurrido una idea mejor, se pone en pie:
–Ah, ya sé, mejor voy a buscarlo a la planta. Allí siempre hay siempre montones. Espere un momento, enseguida bajo y le sigo contando de donde me viene está obsesión por los elefantes. Porque usted, como todo bicho viviente, también tendrá la suya. ¿A que sí, pillín?, ¿a que alguna obsesión tiene?
Martín Expósito Expósito va a contarle su reciente obsesión por los dinosaurios que ve en todas partes y que nadie más que él ve, pero el doctor Ripoll alcanza la puerta y sin dejarle hablar, hace mutis por el forro.  
Al quedarse solo en el despacho se fija detenidamente en la foto de la opulenta Carolina con sus retoños. Luego levanta la vista a su cuerno nasal ¡Cuánto debe sufrir el doctor con tamaña pérdida! A él eso no le va a pasar, no tiene familia, así que no tiene riesgo de perderla. Además, se está mejor solo. Bueno, él solo no está. Desde hace dos meses y medio le acompañan, a la hora exacta en que se pone el sol, esos inofensivos dinosaurios que no hay forma de despegar de las paredes ni del techo, ni de que dejen de parlotear y señalarle con sus patas o mover el rabo como si tuvieran que contarle algo, ¿algo qué? No sabe. Hasta ahora les ha ignorado. Pero desde hoy les mirará de frente. Escuchará lo que tengan que decirle. Y si lo que hablan es otro idioma intentará aprenderlo. Sí, aprenderá el lenguaje de los dinosaurios. Se hará su amigo y así no estará tan solo. Además, a él personalmente le gustan mucho más, sin punto de comparación, que los  elefantes. Son más arcaicos, tienen, como lo definiría, más solera. Al abandona la consulta ve sentadas a dos mujeres en dos asientos bajos. Seguro que son pacientes del doctor Ripoll. Que las atienda cuando vuelva porque a él ya no le hace falta. Él ya está curado. Justo a la salida del frenopático se choca con un hombre fornido, ataviado con un elegante abrigo de cachemir y un sombrero rematado con una pluma de faisán. Martín siente en su mejilla el roce de la lana del abrigo, y tras esbozar una torpe e ininteligible disculpa, alcanza la calle. Es por esto que no puede ver como el hombre se introduce en el despacho que acaba de abandonar para, sustituida la ropa de calle por una bata inmaculada, asomarse a la puerta y llamarle a él, a Martín Expósito Expósito, varias veces. Tampoco puede oír cómo las dos mujeres sentadas frente el despacho del eminente psiquiatra se deshacen en explicaciones acerca de un señor menudo con una bata blanca que subió en el ascensor, y de otro que salió hace unos segundos del despacho. Ni puede, tampoco puede, escuchar el comentario del psiquiatra: “Cayo Barroso, de la cama doscientos dos, seguro que la ha vuelto a armar escenificando otro de sus floridos delirios de grandeza”, porque ya ha alcanzado la calle y, presa de una recuperada tranquilidad, se dirige a su casa dispuesto a entablar amistad con las manadas de dinosaurios verdes, grandes, pequeños, parlanchines e inquietos, que le esperan para recibirle con las patas delanteras bien abiertas.  


"De dinosaurios y de elefantes" fue uno de los veinte relatos finalistas del I Concurso convocado de este género por el café-libreria de Madrid "El dinosaurio todavía estaba allí" (2013).

martes, 16 de septiembre de 2014

Fin de verano


Perdura aún
esa caricia de espuma
en el costado,
mientras los dedos 
esculpen en la arena
palabras 
tan amables
-bálago, 
azul,
balón,
orbayo,
ola...-
como efímeras.

lunes, 8 de septiembre de 2014


Hermandad

 

 

 

En el chigre una veintena de hombres miraban expectantes la pantalla. A diferencia del griterío habitual no se oía otra cosa que la voz acelerada del locutor, seguida del eco cada vez más presente del “Santa Bárbara Bendita”. Después de dieciocho días siguiendo la marcha minera hacia la capital había llegado el  momento. Con las luces de los cascos centelleando, como si de interminables luciérnagas se tratase, las cinco columnas de los mineros abriéndose paso entre la multitud de la Gran Vía resultaban un espectáculo soberbio. Del pueblo habían ido Gelito y Adrián “el vasco”, aunque entre las miles de cabezas resultaba imposible distinguirles. “Mira, ese parece…” decía de pronto algún tertuliano señalando con el dedo la pantalla del televisor y elevando la voz, pero al darse cuenta del error rectificaba “ah, no…, no es, el caso es que parecía”. Miré a mi abuelo y vi como se le iba hinchado cada vez más la vena verdeazulada que a veces se le pone en el cuello. Al final de la noticia algunos hombres aplaudieron. Mi abuelo se puso en pie, gritó:

-¡Bravo, muchachos! ¡Con la lucha minera se está o no se está!   

Frente al televisor estaba mi tío Tomás que al girar la cabeza se topó con los ojos envenenados de su hermano. Se dispuso a abandonar el bar. Pero al pasar por nuestra mesa, mi abuelo murmuró:  

-Te jodes, o sino no haber hecho lo que hiciste.   

Mi abuelo y mi tío Tomás no se llevaban desde hace años y yo desconocía el motivo. En casa, como si de un acuerdo tácito se tratase, jamás se hablaba de su falta de entendimiento. A la noticia de los mineros siguió el parte del tiempo. Los hombres se fueros dispersando. Mientras miraba las líneas isobaras en la pantalla del televisor, pregunté: 

-¿Qué pasó entre el tío y tú pa que os llevéis a matar?

Mi abuelo bebió un trago de orujo, dijo:

-La vida del minero ha sido de permanente lucha, nuestros logros se han hecho siempre con esfuerzo. Tú no habías nacido cuando en el setenta y dos peleábamos de nuevo por más sueldo, menos permanencia en el pozo, más descanso… Tuvimos varias reuniones con la patronal sin conseguir que cediera un ápice. Como medida de presión se nos ocurrió destrozar los cables de arrastre. Sí, ya sé que eso es un acto vandálico, sabotaje, le llaman… Además, yo por entonces era enlace sindical con lo que tenía un gran conflicto entre mediar o actuar de forma mucho más tajante. Llegue a la conclusión de que a veces uno tiene que enseñar los dientes para hacerse valer… Lo haríamos por la noche, lo teníamos todo planeado, con tan mala estrella que nos estaban esperando -mi abuelo miró un punto de la pared amarillenta como si, a pesar de sus ojillos gastados, quisiera traspasarla-. Todos menos uno logramos huir. Al compañero detenido le presionaron para que cantara, no lo hizo, pero estuvo tres meses en la cárcel. Para el grupo en general, también para mí, aquello fue un duro golpe –hizo una pausa en la que apuró el último trago de vino-: Le di muchas vueltas, sin entender lo que había podido ocurrido. Entonces tu tío Tomás empezó a distanciarse, a cambiar, a ponerse del lado de los jefes. Yo no sabía si se trataba solo de una impresión mía, hasta que un día me enteré que le habían ascendido. Eso me puso tras la pista. Y a solas le solté mi sospecha. Curiosamente no negó su traición y me llamó fracasado. Discutimos fuerte,  al final le dije lo que hoy, que con los trabajadores se estaba o no se estaba y que era un esquirol. Desde entonces no nos dirigimos la palabra. No hablarme con mi hermano no es lo que peor llevo, lo que peor llevo es callar lo que sé. Ahora también lo sabes tú.

Después de su confesión quedamos un rato en silencio, pensando, al menos yo lo hice, en lo complejas que son las relaciones humanas. Con un golpe en la mesa pidió al tabernero que le llenara el vaso. “Al chico también”. Iba a negarme, a decirle que no, que no bebía, pero su confesión me había abierto las ganas de beber ese licor de hombres que hace recios los corazones y endurece las gargantas. Brindamos por la lucha de los mineros, esos otros hermanos, no de sangre, que no admiten fisuras.
 
Relato sobre la lucha minera publicado en el mes de julio de 2014 en la revista cultural de Noceda del Bierzo "La Curuja" que coordina Manuel Cuenya. 

 

martes, 2 de septiembre de 2014




Relato publicado en el libro "El cuento por favor" de la convocatoria del curso 2006-2007 de talleres de escritura "Fuentetaja".
Leído en el café literario "El dinosaurio todavía estaba allí" el 26/9/2013.



SEÑORITA CORAZON SOLITARIO



(o historia en Cinco Actos)

 

 

Acto primero

 

Lo primero que hace Olvido todos los días cuando se levanta es asomarse al balcón y contemplar sus geranios. Los suyos son los mejor cuidados del vecindario, y no es picar de orgullo pero está segura que llaman la atención de cualquiera que pase por la calle, levante la vista y los vea sobresaliendo, todo rojos y rosas y blancos y fucsias y amarillos, por entre las rendijas de la balconada de forja. Claro que estén tan bonitos no es casual, sino fruto de una dedicación exclusiva y un calculado suministro de agua, sales, abono soluble... y sobre todo amor, mucho amor, como decía siempre su madre antes de la parálisis… Contempla con arrobo su geranio preferido, el “lady Plymount”, una especie única y rarísima de color malva que compró hace algunos años en el puesto de flores de Antón Martín. Al ver una hojita amarilla en el tallo, sus labios se contraen en un gesto de disgusto. Con sumo cuidado, “es por tu bien, lady,” arranca la hoja y la guarda en el bolso de su bata rosa de guatiné. Ya se retira cuando nota un destello. Mira en la dirección del mismo y se da cuenta de que un hombre le dispara con su cámara de fotos desde la ventana del edificio de enfrente. Olvido se lleva instintivamente la mano al pecho y se cierra el escote de la bata que le llega hasta los pies. Luego, llena de desconcierto, entra en casa.
 
 
Acto segundo
 
 
Del segundo, el disparo procedía del segundo, se dice mientras levanta la tapa de la cafetera y comprueba que está vacía. Ese piso tiene puesto el cartel de “se alquila” desde hace meses. La rellena y pone al fuego. ¡Qué descaro fotografiar a la gente así, sin permiso, seguro que es ilegal! Y dos veces además. Porque el destello que notó al principio era también una foto. Y a ella, qué boba, no se le ha ocurrido otra cosa que meterse en casa corriendo,  habrá pensado que es una mojigata, pero qué otra cosa iba a hacer si la pilló desprevenida y además con esas pintas. Va al baño. Se coloca frente al espejo, agacha un poco la cabeza y observa la raíz blanca de su cabello de al menos diez centímetros de grosor. Mañana se teñirá sin falta. De un rubio varios tonos más claros de  los que acostumbra. Su madre, con esa mentalidad tan de otra época, siempre decía que teñirse de rubio era de pilinguis y de guarras. Pero ahora ya poco puede decir. Mira de soslayo, como si posase para una cámara invisible, a un punto incierto del espejo. El hombre era como de su edad, ni muy gordo ni muy flaco, ¿cómo se llamará? ¿Ramón? Se alisa una ceja, luego la otra ¿Elías? Se muerde los labios pálidos, que adquieren un fugaz color cárdeno ¿Dámaso? Sonríe. Dámaso le gusta. Dámaso es un nombre que siempre le gustó, no sabe muy bien porqué. Claro que si ha alquilado el piso seguro que ha quitado el cartel. Camina rápido por el pasillo, cruza la salita y se acerca al balcón. Con cautela separa el visillo comprobando que el hombre ya no está en la ventana. El cartel tampoco. De regreso a la cocina nota un fuerte olor a café quemado y observa, ausente, el minúsculo charco marrón que se ha formando en la placa de la cocina.
 
 
Acto Tercero
 
 
Antes de acostarse se acerca al balcón. A través de la fina tela de la cortina ve la silueta del hombre asomado en la ventana. Con el corazón latiéndole con fuerza se oculta rápido por temor a ser descubierta. Permanece en la penumbra unos minutos hasta que poco a poco se va calmando. Luego se retira a su cuarto, se mete en la cama cubriéndose entera con la sábana que lleva sus iniciales e imagina que baila con Dámaso, mejilla con mejilla, en la pista de una discoteca. Se ha puesto un vestido rojo de escote cuadrado y de fondo escucha su bolero preferido: “Mujer, si quieres tu con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez”, “¿Quieres que tomemos algo?” “ Bueno, pero espera que termine esta canción”, “Te he dejado de adorar”... Piden las bebidas en la barra, se sientan en un rincón del reservado, beben. Él le coge su mano entre las suyas, tan cuidadas, y acerca su rostro al de ella que baja la cabeza mientras se fija, no puede dejar de fijarse, en la seda suavísima de su corbata azul cielo con motitas amarillas. Siempre le volvieron loca los hombres con corbata. Le mira, al  fin, de frente, y sus labios se funden en un largo y apasionado beso. Después nota su cuidada mano de oficinista, (Dámaso no puede ser sino oficinista) ahora transformada en una audaz mano amatoria, subir audazmente por su entrepierna y abrirse paso entre su braga buscando la fuente misma del placer. “¿No crees que vamos muy deprisa?” “Ah, Olvidito,  me vuelves loco”. Y siente un dedo, el índice, entrar en su sexo y salir y entrar, y luego dos, dos dedos, el índice y el corazón, moviéndose, húmedos y propios en su interior, rápido, cada vez más rápido, bajo la sábana que lleva bordadas sus  iniciales.
 
  
Acto Cuarto
 
 
Como todas las tardes de sábado desde hace dos años, Olvido visita a su madre en la residencia. La anciana permanece tendida en la cama con los ojos cerrados y su respiración es tan imperceptible que por un momento piensa que está muerta. Pero al rozarle la frente con los labios abre los ojos, mira a su hija con asombro, parpadea sin cesar.
Entonces Olvido le dice que sí, que se ha puesto el pelo de rubio platino, pero que no la mire con esa cara de cordero degollado porque ya no es la jovencita de dieciocho años a la que prohibió teñirse de rubio como hicieron todas sus amigas, Pili, Filo, Ernestina, cuando ese color se llevaba a rabiar. La anciana la mira con los ojos muy abiertos, expectantes. Intenta articular palabra, pero no puede. Sí, madre, con eso de ser la hija única del coronel Ridruejo, fallecido en acto de servicio, tenía que ser discreta, dejar el pabellón bien alto, aspirar a que un día llegase alguien que tuviese igual o parecida graduación que papá. Y así me pasé la juventud, aspirando, esperando, porque el único que llegó fue Félix, el pescadero del mercado, y a tí, claro, te pareció poca cosa. Y es verdad que Félix era poca cosa en todos los sentidos, menudo como un alfiler, bajito, hasta algo tartamudo, pero fue el único dispuesto a sacarme de mi estado permanente de soltería, y al final todas se casaron, Pili, Ernestina, la Filo, ¿Te acuerdas de la Filo? Ganso la apodábamos, porque al andar primero echaba las piernas y luego el resto del cuerpo, pues la  Filo también se casó, con Félix, mamá, y yo fui la única que me quedé compuesta y sin novio. Olvido mira al suelo con el ceño arrugado y se lamenta en voz baja, ¡bien me jodiste la vida! Luego levanta la vista y sonríe tal vez de un modo exagerado. Pero ya no me importa. ¿Sabes porqué, mamá? Porque por fin he conocido a alguien. Mira a su madre de reojo y ve que ésta la mira con los ojos como platos. ¡Sí, sí, cómo lo oyes! No te puedo decir si tiene buena posición o si es de buena familia, porque lo cierto es que no lo sé. Lo único que sé es que vive en el portal de enfrente, que es pintor de cuadros, me lo dijo Juanita, la portera de enfrente, ah, y también sé que le gusta la fotografía. Olvido mira, soñadora, a un punto incierto de la pared marfil. ¿Sabes, mamá, que fue sacando fotos cómo le conocí? Se ríe. Y aunque todavía no me ha propuesto nada no creo que tarde en darme una señal. Y en cuanto lo haga te juro que no me lo pienso dos veces. Tempus fugit. A ir al cine, al teatro, a conciertos, a discotecas, ésas de las que tu no querías ni oír hablar porque decías que era un invento del diablo, un sitio indecente donde las parejas iban a toquetearse a oscuras... Mira a su madre retadora. Aunque la realidad es que las discotecas no las soportabas porque papá no murió de un infarto una noche en acto de servicio como ponía la esquela que publicaste en cinco periódicos, sino en un acto mucho más lúdico y carnal en el “Paradise Club”.  Su madre desvía la vista hacía otro lado y cierra los ojos, apretándolos mucho, como si con ello pudiera desoír lo que su hija le está contando. Sí, madre, siempre lo he sabido, lo mismo que todo el vecindario lo sabía, pese a tu intento inútil de preservar la imagen de familia ejemplar.  Mira el reloj. Uy,  me voy antes de que me cierren la mercería que hay en la calle principal, donde he visto un conjunto de lencería fina de color malva precioso, si madre, me deshice de las bragas altas de algodón y los sujetadores como de ortopedia que me comprabas por docenas. Se levanta, va a dar un beso a la anciana que está al borde del paroxismo, pero en el último momento se lleva el dedo índice a los labios y con él le roza la frente. Bueno, lo dicho, hasta el próximo sábado.
 
 
Acto Quinto
 
 
Después de la exhibición impúdica hace cinco días en el balcón no ha vuelto a tener noticias de él. Y está tan nerviosa y preocupada que no hace otra cosa que asomarse a la ventana para ver si le ve, mirándola como antes. Pero nada. Claro que  si ella se había insinuado, si a plena luz del día había colocado la mecedora en medio del balcón, arrancado una flor de su lady y meciéndose, tac, tac, tac, tac,  se había pasado la flor desde las uñas de los pies recién pintadas de rojo pasión hasta las caderas, mientras su bata, a medida que avanzaba, se abría más y más, si luego se había volteado a un lado mostrándole ampliamente su glúteo derecho y sin dejar de mecerse, tac, tac, tac, se había volteado hacia el otro lado, como imaginaba hacían las modelos al posar para una cámara, si se había abanicado con la flor y, sonriendo plácidamente, la había colocado en el centro justo del canalillo, mostrándole la buena combinación que hacían el malva de su “Plymount” y el tono a juego del conjuntito de encaje que acababa de estrenar... En fin, si había hecho todas estas cosas, había sido única y exclusivamente para incitarle a dar un paso más en su particular y muda relación.
Pero algo no había salido bien y, desesperada, decide pasar a la acción.  Le escribe una nota: “Te espero el jueves a las diez en la boite el Pintor. Tuya. Olvido (la vecina de enfrente)”. Lee la nota, tacha lo de tuya y lo vuelve a poner. Tras  comprobar desde la ventana que “su” hombre, primero, y Juanita más tarde, han salido, cruza la calle, entra en el portal y se acerca a los buzones de  correos, pero en la garita de la portera ve, pinchadas en un corcho y numeradas, todas las  llaves de los vecinos. ¿Y si cogiera un momento las llaves del segundo y entrara? La casa, había leído no hace mucho en una revista de decoración, es una radiografía de uno y lo que allí vea puede darle pistas de cómo encauzar su relación, porque fuera de esos escarceos balcón-ventana bien poco sabe, en realidad, del hombre que le quita el sueño. ¿Y si la pillan? Claro que  ella no es una delincuente, cogerá las llaves un momento y las dejará en su sitio, además en la vida hay veces que una tiene que arriesgarse si no quiere perder el tren y ella, desde luego, no quiere.  
Coge las llaves, sube las escaleras y abre la puerta. Mientras se dirige a la habitación del fondo le sorprende lo fácil que le está resultando todo. Al lado de la ventana ve un bastidor con un cuadro. Se acerca como atraída por un imán y se reconoce en la mujer semidesnuda que aparece en el centro. Su rostro, surcado por profundas arrugas, se retuerce en una obscena mueca de placer. Rodean a la mujer geranios de todos los colores, blancos, rosas, fucsias, rojos, amarillos que reproducen esa misma mueca alucinada, esperpéntica. En la base del cuadro lee: Vejez patética.
Con la respiración agitada, como si le faltase el aire, da un paso atrás y regresa corriendo a su piso. Con las tijeras de podar sale al balcón y corta compulsiva y rabiosamente sus geranios, reservándose el “Plymount” para el final. En el ambiente se respira un fuerte olor a hierro. Se arrodilla y rodeada de una carnicería de esquejes troncha, una por una, las ramas de su geranio preferido, pero al llegar al tronco, los ojos anegados de lágrimas, murmura débilmente: “No puedo hacerlo, no puedo”.