lunes, 17 de noviembre de 2014


Me gusta, no me gusta. 






Me gustan los puentes semihundidos en los que los personajes conversan acerca de la vida, lo más bello, lo más doloroso, lo único. No me gusta el ruido de los helicópteros sobrevolando el cielo de Madrid. Me gusta el arrullo suave, intermitente, de las palomas. No me gusta el olor a acetona ni el olor a “flis” para matar moscas ni el olor de la laca. Me gustan las casas abandonadas de principios del siglo pasado que sugieren una época que sin vivir añoro. No me gustan, los detesto, los gusanos. Me gusta el olor a leña que desprenden las chimeneas de los pueblos. No me gusta perder el tiempo en conversaciones inútiles ni cotilleos. Me gusta escuchar en el silencio. No me gusta el dulce. Me gustan las tormentas de verano y el olor a tierra mojada que las precede. No me gusta ver envejecer a los que quiero. Me gusta el mes de septiembre. No me gusta no dormir lo suficiente. Me gusta madrugar y sentir en la piel el relente de las mañanas. No me gusta el pimiento crudo. Lisboa, Lisboa me gusta. Me gusta el azul del mar. No me gustan las tardes de domingo en la ciudad. No me gustan las grandes superficies comerciales. Me gustan los tejidos, sus colores, sus texturas. Me gustan las ferreterías. Me gustan las revistas de figurines antiguas. Me gusta el tacto y el olor de los libros nuevos. Me gustan las bebidas amargas, especialmente la cerveza. Me gustan las mujeres  que se pintan los labios de rojo pasión al estilo de los años cincuenta. Me gustan los mercados de abasto. Me gustan las vías de ferrocarril. Me gustan los fardos de paja y las catenarias de la luz y los molinos de energía eólica dispuestos arquitectónicamente y convergiendo en la lejanía. Me gusta Albert Camus, me gusta Chagall, me gusta Luis Cernuda, me gusta Capa, me gusta Claude Chabrol. No tengo cantautor preferido. Me gusta el color amarillo. Me gusta el cielo azul rodeado de nubes algodonosas. Me gusta el perfume de Issey MiyaKe. No me gusta, me pone nerviosa, esperar. No me gusta la Navidad. No me gustan los bautizos ni las bodas ni las comuniones ni las procesiones ni las fiestas nacionales ni locales. No me gustan, he decidido que ya no me gustan, las corridas de toros. Me gustan los cascos históricos de cualquier cuidad. Me gustan los viernes. No me gusta el tacto áspero de la piedra pómez. Me gustan los grafitis. No me gustan las labores de la casa. No me gusta la estética de los cementerios. Me gusta coleccionar piedras de mi playa preferida. No me gustan los manuales de instrucciones, de hecho no he conseguido leer ninguno entero. Al hacer este ejercicio he descubierto que me cuesta más encontrar cosas que no me gustan que cosas que me gustan.



Química de los parques





El joven estudiante parecía pensativo cuando me ha abandonado a la intemperie de la noche cerrada. Se conocieron hace cinco meses. Él estaba sentado con su libro de química cuando ella se acercó exhausta, encendió su cigarro, lo aspiró con fruición sin quitar ojo al niño menudo que se balanceaba en el columpio. “No te apures”, la dijo, “no le va a pasar nada, a los niños hay que darles aire para que respiren y aprendan a crecer”. Por primera vez reparó en él, y poco a poco le fue contando sus temores de madre primeriza. Desde entonces cada miércoles se reúnen en el banco para hablar de sus vivencias de la semana, de sus preocupaciones, de sus miedos, de sus proyectos… aunque nunca hablan de ellos. Yo que soy testigo mudo de sus confesiones, he llegado a la conclusión de que tal vez sea eso lo que mantiene intacta su relación imposible.
Esta tarde se han reído por un chiste que contó él y estaban tan cerca que por un momento sus respiraciones se han juntado, entonces se han quedado callados, y muy juntos y muy quietos, como si se percataran de que la química contenida en el libro del joven estudiante había traspasado a la vida, impregnándoles. Ella ha cogido un cigarro con que ocupar sus manos. Al poco el niño la ha llamado y se han despedido hasta el miércoles, “¿por qué vendrás aunque haga frío”, “pues claro que vendré”.
La ha seguido con la mirada hasta perderla de vista, preocupado, como yo, por la llegada del invierno.

Porque aunque hay otros merodeadores del banco, -están los viejos que rivalizan por quien cuenta la batalla más asombrosa, o la mujer que ofrece migas de pan a las palomas “zorita, bonita, zorita”, las dice a modo de reclamo, o el pintor que dibuja árboles con figuras humanas… a ninguno espero con la emoción reencontrada con que les espero a ellos.