jueves, 15 de enero de 2015


Lisboa




Lisboa. La ciudad literaria. La ciudad de Pessoa. La ciudad de “sostiene Pereira”. La ciudad con categoría de personaje principal en una historia. La ciudad de los grafitis, de los Barrios Altos y bajos, de las calles en cuesta, de estrechas aceras donde guirnaldas de pasados festejos hacen compañía a solitarias bicis. La ciudad de viejos tranvías amarillos que trasportan gente triste y cansada al atardecer. La ciudad de la ropa tendida, la ciudad de azulejos desportillados en fachadas carentes de simetría. 

Lisboa. La ciudad portuaria y atlántica donde las palomas sestean a mediodía con el sol reverberando en las aguas del Tejo y los puentes tienen nombre de revolución. 

Lisboa, la ciudad donde vendedores amables hablan portuñol y exponen sus souvenirs en forma de sardinas y de gallos y de golondrinas mientras suenan ecos de tristísimos fados. 

Lisboa. La "cidade" de la tolerancia, de la decadencia. La ciudad que de ser de un color sería el amarillo. 

La ciudad donde se vive, se respira, se ama, se espera, se sonríe, se muere, se sobrevive como en cualquier otra, pero donde yo siempre quise vivir, supongo que porque todo lo que me gusta lo contiene ella en exceso. 

Lisboa. La ciudad donde por unas horas fui feliz.

Lisboa, la ciudad que respira saudade.

Lisboa, todo un sentimiento.

Lisboa, siempre quedará Lisboa.



jueves, 8 de enero de 2015


El relato "Sol a la tinaja" que da título a mi blog está inspirado en la exhumación de diez restos, ocho cuerpos enteros y dos mitades, que la ARMH llevó a cabo en junio de 2012 en un paraje de la localidad de San Justo llamado "El grillo", que siempre se oyó a los vecinos de la zona que eran de Valderas. 
Fue leído el 30/08/2013 en el Pº de Samotracia de Ponferrada, con motivo del día Internacional del Desaparecido en un acto organizado por la ARMH. 
Fue publicado el 21/12/2014 en la sección cultural del periódico digital "Astorga Redacción".
Pretende ser un homenaje a los miles de hombres y mujeres que a fecha de hoy yacen en las cunetas de nuestro país y a la encomiable labor que desde hace catorce años lleva realizando la ARMH.
(Fotografía realizada por Miguel A. Paramio Rodriguez)

  
Sol a la tinaja





Madre, ¿ya llega el sol a la tinaja?”. La madre cose los zancajos de los calcetines de los hombres ayudada por un huevo de madera e, inmutable, responde: “No, hijo, todavía no”. El niño se levanta, entra en la cocina y abre el cajón, pero las últimas migas de pan que quedaban se las ha llevado él con el dedo humedecido a la boca hace unos días. Cierra y abre el cajón varias veces hasta que harto de tan estéril juego vuelve al corral y se instala de nuevo en el suelo, mirando la línea de sombra que no se ha movido un ápice. Está así un buen rato y cuando nota un pinchazo, como una picadura de serpiente, azuzándole el estómago, vuelve a decir: “Madre, ¿ya llega el sol a la tinaja?”, pero la madre inmutable, casi despiadada, sin levantar la vista de la labor, responde: “No hijo, todavía no”. El niño, debilitado, concentra sus sentidos todos en la línea que separa el sol de la sombra, sabiendo que solo el tiempo y su tenacidad, “Venga, vamos, avanza, avanza un poco más”,  podrán ganarle la batalla al hambre.
A las cinco de la tarde el sol llega a la tinaja. Y el niño, solemne, sin mediar palabra, se acerca a la madre, que saca del pecho el cantero del pan y se lo entrega. Lo come con ansia, casi de un bocado, feliz de poder dar tregua unos instantes a su particular guerra. 
Es difícil expresar con palabras todo el hambre que sintió el niño el caluroso y azarado mes de agosto de 1936, todo el hambre de los sucesivos meses, ese oscuro e insondable pozo, ese hueco dejado por el mordisco voraz, esa carencia.


Sabía de sobra lo de la exhumación en San Justo, lo vi anunciado en la Casa del Pueblo, y me apunté el móvil de la asociación cuando nadie me veía, pero pasé de ir, alegando una de mis crisis de vértigo. Estaba cavando el huerto para sembrar patatas cuando vino Ventura tocando los cojones. Que si habían descubierto al lado de una encina dos fosas de apenas un metro de profundidad con diez cuerpos, que si llevaban ya tres días trabajando, que era digno de ver cómo lo hacían: primero numeraban los restos, y con ayuda de una espátula de madera iban quitando la tierra y los hierbajos que les habían nacido a los huesos, y cuando ya los tenían bien limpios los sacaban con sumo cuidado y los colocaban en cajas de cartón para llevarlos al laboratorio. Iban a investigar la identidad de cada uno de ellos, hasta harían pruebas de ADN si era necesario… “¿Te das cuenta, Andrés?, después de tantos años se va a hacer justicia, descansarán junto a los suyos, donde siempre tenían que haber estado ¡Si mi madre levantara la cabeza! Por cierto, uno de los restos era de un chico muy joven, como de dieciséis o diecisiete años, ¿no tenía Rogelín esa edad?... También encontraron restos de un cinturón trenzado y unas suelas de zapatos. Pero lo que más me admiró fue la naturalidad con que le explicaban a la gente que llegaba a la fosa, hasta niños había, que su trabajo era devolver la dignidad a los hombres que murieron por defender el gobierno elegido en las urnas. Y es verdad, Andrés, cada vez que lo pienso, más cuenta me doy de lo confundidos que nos tuvieron, haciéndonos creer que éramos los equivocados, los parias, los torcidos, y ellos los que iban por el camino recto, y así hemos vivido, como seres inferiores, de segunda clase, acomplejados, cuando lo que pasó fue un atraco… todo su delito, lo sabes bien, fue pertenecer a una sociedad de trabajadores de la tierra adscrita a la U.G. T. Y el vicepresidente, un chaval de no más de treinta años, sabía con pelos y señales todo lo que pasó en Valderas, no solo los nombres y apellidos de los asesinados, sino los de los criminales, los había sacado, dijo, de una Causa que encontró en un archivo del Ferrol. ¡Que alguien tan joven y preparado se preocupe por lo que pasamos pues da alegría, la verdad! Cagüen diez, tenías que haber venido, te habría gustado… No veas qué sitio más bonito aquel monte, mis chicos también estuvieron y vinimos encantados, si hasta firmamos en un libro de visitas para un álbum de fotos que dijeron que nos mandarían, por eso nos pidieron el correo electrónico, yo de eso no tengo, Lici sí, Lici lo enciende, así que igual les llama y se lo da. Bueno, di algo, ¿no te alegras?”.
Seguí removiendo la tierra con el azadón, mientras la cabeza me bullía como una locomotora. Pasado un rato, levanté la vista e intentando disimular la desazón le dije:
“¿Qué quieres que diga?”
Ventura pareció contrariado con mi respuesta. Se quitó la visera, se rascó la frente.  
“No sé… lo que piensas, lo que te parece todo esto”
“Creo, eso creo, que ha pasado demasiado tiempo”.


A la hora de la siesta el niño contempla la tinaja, esperando un día más ganarle la batalla al hambre, pero la madre no está sentada en un poyo del corral, zurciendo los zancajos de los calcetines de los hombres, sino en la cocina, acompañada por otras mujeres. De pronto un aguijón traicionero, como una picadura de serpiente, le azuza el estómago, obligándole a levantarse como una exhalación. En el zaguán escucha: “Les sacaron a la hora del gallo”, y cuando entra en la cocina las mujeres súbitamente callan y le miran con ojos de garza. El niño se acerca a la madre, extiende su mano y ésta, extrañamente piadosa, saca de su pecho el mendrugo de pan y se lo da, le abraza un momento, le dice vete.
El niño sale al corral y, antes de que el sol llegue a la tinaja, se llena la boca con el pan, pero en vez de sentirse orgulloso por burlarle la batalla al hambre, no lo está, y el pan no le sabe como otras tardes.
Desde ese día, veinticinco de agosto de 1936, la madre viste siempre de negro. Y los únicos calcetines de lana que remienda son los suyos, infantiles, que poco a poco va sustituyendo por otros de mayor tamaño.


Se acercó de lo más misterioso con el periódico en la mano y guiñándome un ojo me dijo: “Viene en Comarcas, página 36… Ésos”, añadió mirando de soslayo a la mesa de la esquina, “también la han leído, y aunque callan como putas están que arden. No les gusta nada que salga a la luz todo esto, pero que se jodan, antes nos jodimos los demás”. Luego se fue. Sin acabar de tomar el café, busqué la página que Ventura decía. Allí estaban las dos fosas, abiertas de par en par: una tenía forma de cruz, la otra era un rectángulo.
Arqueólogos de la ARMH trabajan estos días en la exhumación de dos enterramientos en el monte de San Justo, a dos kilómetros de la Prisión Central de Astorga, donde estuvieron recluidos miles de republicanos durante la Guerra Civil española. Pese al tiempo transcurrido y a ser un paraje lleno de encinas y de complicado acceso, uno de los vecinos señaló el lugar concreto donde se encontraban las fosas, en la que se han hallado los restos de diez hombres, ocho de ellos intactos y dos incompletos, que se cree podrían pertenecer a diez republicanos de Valderas, localidad situada a setenta kilómetros del lugar del hallazgo. El vicepresidente de la ARMH estima que en un par de días habrán finalizado los trabajos en este enterramiento, y será el momento de comenzar en el laboratorio y determinar la identidad de los cuerpos”.
Cerré el periódico bruscamente y salí del bar. De pronto sentí que todo me daba vueltas, como cuando me sobreviene el vértigo, y caminé hacia el polideportivo para tomar un poco de aire. Por la noche cené solo unas sopas de ajo y, profundamente cansado, como si hubiera estado cavando el huerto durante horas, me metí en la cama. Me quedé dormido enseguida. Soñé que era pequeño, que estaba caído en el suelo de mi habitación, y que una culebra pequeña y fina reptaba a mi alrededor. En el sueño intentaba despertar y no podía. Desperté sobresaltado, me acerqué a la ventana y estuve mucho rato mirando, con la tibia claridad de la luna, la base del ciruelo mientras los recuerdos, como un sinfín de diapositivas en blanco y negro, se sucedían sin tregua en mi mente. 


La madre ha estado fuera desde muy temprano y por la noche, mientras cenan las lentejas que sobraron del mediodía, le dice al niño, que ya no es un niño, sino un joven de diecisiete años: “Un secreto, hijo, óyeme bien, es para guardarlo, porque si lo cuentas a alguien, por muy de confianza que creas que es esa persona, deja de ser secreto”. Luego le cuenta que a su padre y a su hermano Rogelio les mataron la noche del veinticinco de agosto de 1936. El joven lo sabe desde hace mucho tiempo por la gente de la calle, sin embargo, es la primera vez que la madre le habla de ello. Quizás por eso posa la cuchara y se queda absorto mirando las lentejas, mientras la madre le sigue contando que ese día ha estado en el cementerio de Turia, preguntando al enterrador por los restos de sus muertos, que también son los del joven. “Al principio el enterrador se mostró esquivo, me dijo que era muy difícil averiguar lo que yo le preguntaba, habida cuenta de que aquellos días mataron a cientos de hombres, a miles de hombres, pero cuando le dije que venía de muy lejos, de Valderas, y que toda mi vida, por amor de Dios, no había esperado otra cosa que la llegada de este día, se ablandó y acabó confesándome que a unos cuantos de Valderas les sacaron de la cárcel una noche de finales de agosto y les pegaron un tiro cerca del caserío donde vive el curandero. Busqué el lugar, llamé a la puerta y cuando el hombre dijo adelante, no pude seguir”.
Esto la madre lo cuenta con pena e impotencia de mujer que lo ha pasado casi todo, que lo puede casi todo en esta vida, pero que es incapaz de entrar sola en la casa de un extraño por muy importante que sea lo que va a buscar allí. “Ya ves, hijo, a dos pasos estuve de la verdad”.
Al niño le hubiera gustado saber más detalles de lo ocurrido hace años y del viaje que su madre ha emprendido ese día. Pero no se atreve a preguntar.
Son cosas de mayores y en las cosas de mayores es mejor no hurgar.


Acababa de echar las migas de pan en la cazuela cuando sonó el teléfono. Bajé el fuego y me dirigí al pasillo. Era Ventura, lo reconocí al instante, pese al nerviosismo y la precipitación con la que hablaba. “Esta noche a las diez sale en el programa Actualidad”. También sabía a qué se refería, en realidad aquellos días no pensaba en otra cosa, pero le pregunté, supongo que para retrasar la respuesta que llevaba barruntando: “¿Sale qué?”. “Lo de la exhumación, qué va a ser”. Era el momento de acabar con aquello, no lo podía dilatar más, a si que le dije: “¿Sabes lo que te digo? Que si lo quieres ver, velo, pero a mí deja de calentarme la cabeza, porque lo que quiero es olvidar”. Ventura se quedó callado, yo oía al otro lado de la línea su respiración, e imaginaba su desconcierto. Pensé incluso que iba a colgar, pero no. Cuando al fin habló lo hizo con voz grave, dolida: “Yo en cambio lo que quiero es saber, llevo años queriendo saber, y no voy a parar hasta llegar al final, lo que me extraña…”, hizo una pausa y luego continuó, “es ese comportamiento tuyo, nunca lo hubiera esperado, la verdad, pero no te preocupes, ya no te molesto más. Adiós”. “Adiós”. Después de la llamada volví a la cocina y me quedé mirando las sopas de ajo que borbotaban en el fuego. No sé el tiempo que estuve así, con la vista clavada en el espeso manto naranja que se iba formado en la superficie de la cazuela. Luego las apagué, sabiendo que esa noche no cenaría.


Un día el niño que ya no es niño, sino un hombre de cuarenta y seis años, sube a su Dyane 6 y se encamina al monte de San Justo. Busca el caserío donde vive el curandero y cuando lo encuentra, llama a la puerta. El curandero le invita a pasar y, como si le hubiera estado esperando toda su vida, le cuenta con pelos y señales que una noche de finales de agosto de 1936 arrastraron a diez presos de Valderas bajo la encina obligándoles a cavar su propia tumba a punta de pistola. Cuenta que lo vio y lo oyó todo -los pasos precipitados y torpes, las lamentaciones, el sonido de pistolas encasquilladas, los gritos, la detonación final y prolongada, los cuerpos desplomándose en la tierra- escondido en el pajar, y que lo que más le conmovió de todo lo que vio y oyó aquella noche, fueron las suplicas de un chaval muy joven, casi un niño, de ojos enormes y rostro lampiño pidiendo clemencia.
“Era mi hermano”, confiesa el hombre con voz quebrada.
El curandero le lleva bajo la encina y con el extremo de una vara de castaño que le sirve de apoyo, le señala el punto exacto donde arrojaron los cuerpos. “Aquí y aquí”, dice con exactitud de zahorí. “¿Y el joven?”.  “Aquí”, dice sin vacilar.
El hombre se va, pero días después regresa al lugar de la encina. Amparado por la oscuridad de la noche cava sin tregua hasta dar con algunos restos que introduce en un saco y se lleva consigo. Al llegar al pueblo, ya de madrugada y exhausto, se los muestra a su madre, que no es una mujer sin edad y curtida, sino una anciana que al igual  que el curandero pertenece a un mundo que se extingue. Ambos saben, aunque no lo dicen -un secreto, hijo, es para guardarlo-, que tal vez esos restos no son de sus seres queridos, pero con manos amorosas deciden enterrarlos lo mismo bajo el ciruelo del corral donde plantan aromáticas hierbas que cuidan con esmero de hortelanos. Así trascurren unos años hasta que la madre enferma sin remedio. Antes de que abandone el mundo, el hijo le pregunta si quiere que traslade los restos a su tumba. “No, hijo, donde están, están bien”. Luego ya no dice nada más. Expira serena, o eso le parece al hijo, y también le parece que es la mejor forma de morir.


A las diez encendí la tele. Estaba nervioso, lo reconozco, lo mismo que el día que fui al especialista a recoger el resultado de las pruebas que me hicieron para ver de dónde me venían los mareos, y como la noticia no salió al principio, cuanto más tiempo pasaba más nervioso me ponía. A la mitad del programa o así, salió el vicepresidente de la Asociación, un chico joven y campechano, que empezó hablando de los 113.000 desaparecidos que quedaban todavía en las cunetas.
Habló bien y dio muchos detalles. Dijo que la lucha de la asociación era una lucha contrarreloj, pues muchos familiares y testigos que podían dar testimonio de lo que pasó entonces eran ya muy mayores o habían muerto. También dijo que con las exhumaciones se conseguía que los familiares vivos que quedaban pudiesen elaborar un duelo negado, sí, esa palabra empleó, durante años. De las fosas de San Justo contó que habían encontrado diez restos, ocho enteros y dos mitades, y que su localización había sido muy fácil gracias a la ayuda de un testigo que vio y conoció los hechos casi de primera mano. Cuando el locutor le preguntó por el misterio de los dos cuerpos incompletos dijo que no era tan extraordinario como a simple vista parecía, ya que con la llegada de la democracia algunas personas se habían atrevido a buscar los restos de sus familiares tirados en cunetas y se los habían llevado. Aclaró que no era ningún delito y que si alguien quería revelar alguna cuestión relativa al enterramiento podía hacerlo, sin miedo, llamando al teléfono que aparecía en pantalla. El miedo, recalcó, es muchas veces la mayor traba con la que nos encontramos, más que la carencia de ayudas estatales o el tiempo transcurrido. No quise escuchar más. Apagué la tele y sentado en el sillón de enea me quedé mirando la pantalla negra que tenía enfrente.


Es difícil expresar con palabras todo el miedo que sintió el niño, luego hombre y hoy viejo, a lo largo de su vida. Lo mismo que el hambre el miedo es un pozo oscuro e insondable al que nunca se ve el fin. Pero a diferencia del hambre, localizada en la boca del estómago, el miedo está en el aire. Y se expande como una epidemia. No hablar, no decir, sé discreto, esto que no salga de aquí, esto entre nosotros, que no se sepa, medir las palabras, chist, chitón, silencio, las paredes oyen, un secreto, hijo, es para guardarlo.
Estoy cansado de no hablar, de no decir, de ser discreto, de medir las palabras, de tantas advertencias y admoniciones. Porque cuando un secreto deja de ser secreto se convierte en algo tan transparente y nítido que permite ver, madre, la luz al final del túnel.


Debía de ser muy tarde cuando llamé al teléfono que desde el día que vi la noticia en la Casa del Pueblo llevaba guardado. “Diga”, dijo una voz extraña y somnolienta. “Soy Andrés García Robles, de Valderas, acabo de escuchar el programa. “Espere un momento, voy a encender la luz, a buscar un boli, espere, no se vaya…Ya está, ¿sigue ahí?”. Tras un silencio dije con precipitación: “Mi padre y mi hermano estaban allí enterrados. Yo fui quien les saqué. No pretendí causar daño a nadie, lo hice por mi madre que toda su vida no hizo otra cosa que esperar. Cuando quieran venir les contaré los detalles”. Luego colgué. Me dirigí a la ventana. Miré el ciruelo, las hierbas aromáticas crecidas a su sombra. Lo miré mucho rato, horas incluso, hasta que del tronco del árbol emergió una luz amarilla y vi al niño contemplando la tinaja una tarde de sol. El niño giró la cabeza. Y alargué mi mano, nudosa y áspera, entregándole un mendrugo de pan.
“Gracias, señor”, dijo el niño sonriendo y se lo llevó a la boca.
“No hay de qué”.
Entonces pude llorar. 

                                                                        Sol Gómez Arteaga














martes, 6 de enero de 2015



El niño bacteria





        Desde temprano el niño se enfrenta a la gran aventura. Con vistazo experto al muladar, separa los restos recuperables de aquellos otros orgánicos ya solo pasto de las bacterias, y con mano hábil e indefensa, se apodera de botellas vacías que imagina que contienen pócimas capaces de extraordinarios encantamientos; de latas de conserva y tubos de cobre cuyo brillo metálico se le antojan las piezas de un mecano; de cartones y papeles enmohecidos que revisa antes de meter al saco, no ha perdido la esperanza de encontrar ese recorte de cómic que le falta para conocer el final de una historia entre indios y cowboys; de retazos de ropa, como el agujereado jersey a franjas azules que lleva puesto y que le hace parecer el capitán de un barco pirata. 
           Al empezar el día nunca sabe lo que se va a encontrar, por eso su tarea tiene no se qué de explorador y aventurero. Y hoy descubre, enterrada entre mondas resecas de naranja, la cabeza de un muñeco. Sumergido en la labor de recomponer el cuerpo todo, localiza aquí un brazo, allá el tronco, más lejos una pierna. Busca y rebusca entre la inmundicia con la esperanza de hallar el resto de miembros, pero es inútil, quedando el muñeco manco y cojo, irremediablemente mutilado. Se contenta el niño al fin, regalo de Reyes Magos que nunca tuvo. 
        Cansado de llevar la cabeza gacha, eleva la vista y mira al cielo raso, de un inmenso azul. Con el dorso de la mano se toca la frente abrasada por la fiebre que le sobreviene siempre a mediodía. Hace recuento de su botín: esos despojos que el exceso de su imaginación y la febrícula transforman en preciados objetos. 




Nota: microrrelato finalista del concurso "Todos somos diferentes" convocado por la Fundación de Derechos Civiles. 2002.