lunes, 23 de octubre de 2017

                                                                              
                                                                                        Objeto de deseo
 


Siempre tuve una relación especial con la ropa, que yo atribuyo a dos herencias: la primera procede de mi madre que aprendió "corte y confección" en un taller de Santa Engracia la temporada que vivió en Madrid, luego toda su vida hizo "apaños" domésticos, la segunda nace del deseo, de la carencia, de la falta, pues desde muy pequeña heredaba la ropa de mi hermana, de mis tías, de las amigas de mis tías (me acuerdo de una falta granate de terciopelo y vuelo con cinturilla "de callos" venida de Francia), que (hoy sé) me daba vergüenza llevar en un pueblo donde estrenar era la prueba fehaciente de que te iba tan bien como al vecino.
Recuerdo el verano que caí en cama con hepatitis. Me regalaron una Nancy a la que, ayudada por mi madre, le hacía vestidos que años más tarde, y ya casada, hice para mí.
Siempre me fascinaron las telas, los tejidos, sus estampados, imaginarme las múltiples posibilidades que ofrecían.
Cuando por fin pude me llené de ropa, prendas compradas en su mayoría en saldos que a veces no me pongo, pero que como objetos de deseo me gusta mirar, descubrir, tocar, tener, probar. Y que como buena Diógenes acumulo en el desván de la casa de mi madre.
De ahí he rescatado últimamente pequeños tesoros olvidados que llena de regocijo me he vuelto a poner. Pero también he descubierto que a mi madre, gran ecologista y recicladora, le ha entrado la manía de los espacios abiertos, "de la diáfanidad", y harta de ver trastos acumulados, ha empezando a usar mis antiguallas de varias décadas para, una vez hechas trizas, limpiar sartenes o brrrr....esa insidiosa grasa que después de fregar los platos siempre se queda en la pila.

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